Fantasy
35 years old and up
2000 to 5000 words
Spanish
Story Content
En el crepúsculo de Arvandor, un reino bañado por la luz de dos lunas pálidas, vivía Alatar, un Tejedor de Mundos. No era un mago común; Alatar tejía la realidad misma, entrelazando los hilos del destino con paciencia y precisión milenaria.
Durante siglos, Alatar había vigilado los Reinos Etéreos desde su torre de obsidiana, situada en el pico más alto de las Montañas Susurrantes. Conocía los nombres secretos de las estrellas y las leyendas dormidas en el corazón de las piedras. Pero últimamente, una inquietud sorda roía su alma.
Los hilos de la realidad, que antes fluían suaves y armónicos, ahora se mostraban tensos, con nudos oscuros y desgarros inexplicables. Alatar sentía que algo antiguo, algo olvidado, despertaba en los confines del mundo.
Una noche, mientras observaba las constelaciones, Alatar vio una anomalía: una estrella fugaz de color esmeralda que rasgó el cielo nocturno, dejando tras de sí un rastro de polvo brillante. No era una estrella cualquiera; era un fragmento de Sylvandyr, el Jardín Olvidado, el Edén primigenio de donde, según las leyendas, emanaba toda la magia.
Sylvandyr había sido borrado de la memoria colectiva hace eones, víctima de una guerra cataclísmica entre los dioses primordiales. Se decía que en su interior aún latía el corazón de la Creación, un manantial de poder capaz de curar o destruir el mundo.
La caída del fragmento de esmeralda fue una señal. Alatar supo que debía encontrar Sylvandyr y restaurar el equilibrio cósmico antes de que la oscuridad lo consumiera todo.
Convocó a su compañero, Faelan, un grifo anciano de plumaje color bronce y ojos de ámbar. Faelan había servido a Alatar durante siglos, llevando consigo la sabiduría de incontables generaciones.
«Faelan, debemos encontrar Sylvandyr,» dijo Alatar con voz grave. «La realidad está al borde del colapso, y solo el Jardín Olvidado puede salvarnos.»
Faelan asintió, desplegando sus alas poderosas. «Mi señor, te llevaré hasta los confines del mundo si es necesario. Pero los caminos a Sylvandyr están custodiados por peligros ancestrales.»
Alatar preparó su viaje. Empaquetó sus herramientas de Tejedor: agujas de luz estelar, madejas de hilo lunar y un antiguo grimorio repleto de encantamientos olvidados.
Su primer destino fue la Ciudad Sumergida de Aethel, una metrópolis en ruinas en las profundidades del océano, donde se rumoreaba que residía el último de los Oráculos Marinos.
Descendieron a las profundidades abisales, guiados por la bioluminiscencia de extrañas criaturas marinas. Aethel era un laberinto de torres derrumbadas y plazas inundadas, habitado por espectros marinos y ecos del pasado.
Encontraron al Oráculo Marino, una criatura incorpórea de belleza inquietante, suspendida en un capullo de algas iridiscentes. Se comunicaba a través de visiones oníricas, mostrando a Alatar el camino a Sylvandyr.
El Oráculo reveló que Sylvandyr se encontraba oculto en un plano dimensional limítrofe, accesible solo a través del Portal de las Sombras, una entrada custodiada por la Reina Espectral, un ser de pura oscuridad.
Alatar y Faelan se dirigieron al Páramo de las Sombras, una tierra desolada donde la luz del sol nunca llegaba y la realidad se desdibujaba en contornos fantasmales.
En el centro del Páramo, encontraron el Portal de las Sombras, una hendidura oscura en el tejido del espacio-tiempo, rodeada por una legión de espectros incorpóreos.
La Reina Espectral emergió de las sombras, un ser de elegancia terrorífica, vestida con el dolor de mil almas perdidas. Su voz era un susurro gélido que helaba la sangre.
«¿Qué buscáis en mi dominio, Tejedor de Mundos?» preguntó la Reina Espectral. «Ningún mortal ha osado perturbar mi reino durante eones.»
«Buscamos Sylvandyr,» respondió Alatar con firmeza. «Debemos restaurar el equilibrio del mundo.»
La Reina Espectral soltó una risa amarga. «Sylvandyr está perdido para siempre. Es mejor que renunciéis a vuestra búsqueda antes de que la oscuridad os consuma.»
Alatar sabía que no podía razonar con la Reina Espectral. Tenía que enfrentarla en un duelo mágico. Desató sus poderes de Tejedor, entrelazando hilos de luz y sombra para formar escudos y proyectiles de energía.
La Reina Espectral respondió con ráfagas de oscuridad pura, intentando corromper el alma de Alatar. Faelan, con su aliento ígneo, la mantuvo a raya, protegiendo a su amo de las sombras.
El duelo fue feroz. Alatar utilizó su grimorio para conjurar hechizos olvidados, debilitando a la Reina Espectral con cada conjuro. Finalmente, logró atraparla en un laberinto de luz estelar, aprisionándola temporalmente.
Con la Reina Espectral incapacitada, Alatar y Faelan cruzaron el Portal de las Sombras, adentrándose en un plano dimensional desconocido.
Al otro lado del portal, se encontraron en un paisaje distorsionado, donde las leyes de la física no parecían aplicarse. Los árboles crecían hacia abajo, el cielo era un caleidoscopio de colores imposibles y la tierra temblaba con energía primigenia.
Después de una ardua búsqueda, finalmente encontraron Sylvandyr, no como un jardín floreciente, sino como un páramo estéril, consumido por la oscuridad. El corazón de la Creación, otrora vibrante, ahora latía débilmente, casi extinguido.
En el centro del páramo, se alzaba un árbol marchito, sus ramas esqueléticas apuntando al cielo como dedos acusadores. Era el Árbol de la Vida, la fuente de toda la magia, ahora corrompido por la oscuridad.
Alatar comprendió que la única forma de restaurar Sylvandyr era purificar el Árbol de la Vida, extrayendo la oscuridad que lo consumía.
Se acercó al árbol y comenzó a tejer hilos de luz pura a su alrededor, intentando ahuyentar la corrupción. Pero la oscuridad era resistente, y cada hilo de luz era consumido por las tinieblas.
Alatar sintió que sus fuerzas flaqueaban. La tarea era más ardua de lo que había imaginado. Estaba a punto de rendirse cuando recordó una antigua leyenda: la historia de un sacrificio que había salvado el mundo hace eones.
La leyenda hablaba de un ser puro que se ofrecía voluntariamente al Árbol de la Vida, permitiendo que su esencia fuera absorbida y transformada en energía regeneradora.
Alatar supo lo que tenía que hacer. Era el único que podía salvar Sylvandyr y el mundo.
Se dirigió a Faelan y le explicó su plan. El grifo anciano intentó disuadirlo, pero Alatar estaba decidido. Sabía que no había otra opción.
Con lágrimas en los ojos, Faelan asintió, aceptando el destino de su amo.
Alatar se acercó al Árbol de la Vida y extendió sus manos. Cerró los ojos y comenzó a recitar un antiguo conjuro de entrega.
De repente, una luz cegadora emanó del árbol, envolviendo a Alatar por completo. Sintió que su cuerpo se desvanecía, su esencia se separaba, su conciencia se expandía hacia el infinito.
La oscuridad retrocedió ante la pureza del sacrificio de Alatar. El Árbol de la Vida comenzó a reverdecer, sus ramas esqueléticas se cubrieron de hojas brillantes y flores fragantes.
El corazón de la Creación latió con fuerza renovada, inundando Sylvandyr con energía vital.
Mientras Alatar se desvanecía, sintió que su ser se transformaba. No se convirtió en una simple fuente de energía; su conciencia, su sabiduría, su amor por el mundo, se entrelazaron con la esencia de Sylvandyr.
Alatar se convirtió en parte del jardín, en su guardián, en su corazón.
Faelan observó con tristeza y admiración la transformación de su amo. Sabía que Alatar había encontrado la paz en Sylvandyr, que había trascendido la existencia mortal.
Con el corazón lleno de dolor y esperanza, Faelan emprendió el vuelo de regreso a Arvandor, llevando consigo la noticia de la salvación del mundo.
Y así, Sylvandyr renació gracias al sacrificio del Tejedor de Mundos, convirtiéndose en un faro de esperanza en la oscuridad. La leyenda de Alatar sería recordada por siempre, un recordatorio del poder del sacrificio y la belleza de la Creación.
Pasaron los años, y Faelan guió a otros buscadores, aquellos cuyos corazones anhelaban la sabiduría y la curación, hasta Sylvandyr. El Jardín Olvidado ya no estaba perdido, pero permanecía resguardado, accesible sólo a aquellos dignos de su poder.
Y aunque Alatar ya no caminaba por los reinos mortales, su espíritu seguía vivo en cada flor, en cada árbol, en cada rincón de Sylvandyr, tejiendo silenciosamente la trama de un universo en constante renovación.